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La Ilíada y La Odisea

Como pocos personajes en la historia de la cultura humana, la figura de Homero, el poeta ciego, ha sido rodeada por un aura legendaria, casi divina. Heródoto creía que Homero había vivido cuatro siglos antes que él. Si tal cosa fuese cierta, podríamos situar a Homero en el siglo IX a. C. No obstante, hay tantas versiones acerca de su vida, que éste o cualquier otro dato, debe considerarse como una referencia puramente hipotética. Incluso, existen siete ciudades griegas que se disputan el honor de haber sido la cuna del poeta. Colofón, Cumas, Pilos, Itaca, Argos y Atenas le discuten a Quios, la primera opcionada, tal privilegio.


Hoy por hoy se ha abierto paso entre los estudiosos la hipótesis de que el nombre de Homero no corresponde a un ser humano común y corriente. Se cree que con este apelativo la tradición ha simbolizado a un grupo de poetas que tuvieron la responsabilidad de armar en común la enorme estructura poética que ha llegado hasta nosotros.


Sin embargo, y más allá de cualquier disputa historicista, La Ilíada y La Odisea, únicos poemas conservados entre los tantos que se suponen creados por Homero, se sitúan en el nivel más alto de la expresión épica humana. Profundamente emparentados con el mito, y enraizados en una sociedad altamente humanista, respetuosa del individuo y de su excelencia, las dos obras se consideran, sin lugar a dudas, verdaderas descripciones simbólicas de su tiempo. En ellas, el heroísmo, virtud propia de la nobleza, nos habla de un universo humano extremado y poderoso. Y, al fin de cuentas, de estas dos obras deriva una manera tal de concebir la lengua, la literatura y la historia humana en su totalidad, que hasta nuestros días, tan distantes del alma de lo homérico, configuran un espíritu colectivo, un modelo de belleza social, o cuando menos, la posibilidad de concebir un mundo profundamente sagrado y majestuoso.



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